Es el único actor del fútbol que depende de los demás. Designa a los jugadores, elige el sistema, estudia al rival, planifica los partidos, grita durante el juego, habla durante el entretiempo y hace los cambios. Pero nada, absolutamente nada de lo que haga le garantiza el éxito. Y todos, absolutamente todos, opinamos sobre sus decisiones. Cada vez más expuesto, el entrenador es el débil eslabón de la cadena. Le dicen burro, amarrete, vendedor de humo, sanatero. Si los hinchas se lo piden, los dirigentes lo echarán sin contemplaciones. Sólo conseguirá algo de respeto si sale campeón. Sólo así se despegará de los diecinueve fracasados que "no han ganado nada". El proyecto a largo plazo es ganar el próximo partido. Claudio Vivas es la víctima más reciente de esta picadora de carne. Es el tercer entrenador que despide el presidente de Racing en apenas un año (Llop, Caruso Lombardi). A este ritmo, llegará a diez cuando termine su mandato. Sin dudas, la eficacia es un parámetro importante para medir la capacidad de un entrenador. Pero no puede ser el único.
Hasta la década del sesenta, el entrenamiento consistía en unas vueltas a la cancha, un partido, algunos centros y un poco de gimnasia colegial. No había concentraciones y se practicaba tres veces por semana. ¿Qué hacían los técnicos? Elegían a los titulares, tiraban algún que otro concepto y daban ánimo. El fútbol les pertenecía a los jugadores, cuyo conocimiento del juego era tan amplio que hasta el propio DT sentía como una afrenta darles una indicación.
La catástrofe del Mundial de Suecia 58, aquel 1-6 con Checoslovaquia, provocó un drástico vuelco. La preparación física y la preocupación por el rival se tornaron importantes. El entrenador se convirtió en el general que planifica la batalla hasta el último detalle. Aparecieron las jugadas de pelota parada. Osvaldo Zubeldía en Estudiantes de La Plata y Juan Carlos Lorenzo en Boca Juniors fueron los representantes más exitosos de este nuevo paradigma. Por otro lado, César Luis Menotti en Huracán propuso devolverle el protagonismo al jugador, comprometerlo desde el conocimiento del juego, estimularlo a pensar. El éxito en el Mundial de Argentina ’78 consolidó este estilo de conducción que se propagó en Roberto Saporiti, Alfio Basile y José Omar Pastoriza. El fracaso en España ’82 coincidió con la irrupción de Carlos Bilardo, campeón en Estudiantes de La Plata y orgulloso alumno de Zubeldía. La pelea personal entre Menotti y Bilardo, permanentemente alimentada por el periodismo, llevó a una negativa reducción de ambos personajes.
Fuera de la polémica, el estudioso Carlos Timoteo Griguol y el intuitivo Bambino Veira recorrieron otros caminos para llegar a tierra prometida. Hasta la década del noventa, los planteles tenían jugadores con mucha experiencia, no había éxodo masivo y, sobre todo, la televisión aún no había aparecido como factor influyente. No se transmitían todos los partidos y el pasaporte comunitario aún no le había cambiado la vida al jugador. La oferta periodística consistía en pocas páginas en los diarios, la inolvidable revista El Gráfico y un par de audiciones radiales (Sport 80 y Equipo Diez nos inspiraron a todos los periodistas menores de 40 años).
Daniel Passarella emergió como una referencia con sus rápidos títulos en el River 90-93. Influido por el calcio italiano, impuso la idea del pressing para recuperar la pelota. En Rosario, un joven que había leído todos los reportajes a Menotti y a Bilardo para sacar lo mejor de los dos, sorprendió con un equipo de Newell’s tan ofensivo como mecanizado. Se llamaba Marcelo Bielsa. En 1993, regresó de Francia un goleador que, ya desde el banco, propuso la revolución del sentido común. Sin prácticas a puertas cerradas, su secreto estuvo en el manejo grupal. Su Vélez conquistó la Argentina, América y el mundo. Se llamaba Carlos Bianchi.
Es fundamental recordar qué ha pasado en el fútbol durante la segunda mitad de la década del noventa para entender por qué el rol del entrenador ha sido drásticamente redefinido. Entre 1994 y 1998, la oferta mediática creció de manera exponencial: diarios deportivos, suplementos cada vez más voluminosos, canales de noticias, canales deportivos, programas de radio y la transmisión en vivo de casi toda la fecha. El fútbol se convirtió en un espectáculo televisado y hablado en el que el juego dejó de ser lo más importante. Las declaraciones de los protagonistas, la opinión de los hinchas y los "debates" periodísticos ocuparon un lugar cada vez mayor. Y el principal afectado por este cambio ha sido el entrenador. Todos opinan sobre lo que él hizo o dejó de hacer.
La permanente exposición en los medios de comunicación y el rápido acceso a la fama y al dinero le han comido al futbolista una buena porción de su interés por el juego. El entrenamiento invisible (Perfumo dixit) ya no existe más. Muchos chicos han admitido que no miran partidos por TV. La mayoría llega a Primera sin la formación técnica adecuada, con visibles carencias en fundamentos básicos. Con indicadores socioeconómicos y educativos inferiores a los que tuvieron sus actuales entrenadores en su juventud, los pibes modelo 2010 necesitan un técnico todo terreno. Además de saber elegir los jugadores, de explotar al máximo sus condiciones, de convencerlos de su idea, de darle al equipo un funcionamiento y un sistema reconocibles, de estudiar fortalezas y debilidades del rival, de tener intuición para hacer los cambios en el momento justo, hoy el DT se topa con otro desafío, que nada tiene que ver con su función original. Está vinculado con su relación con sus futbolistas, documentada y magnificada por los medios. El entrenador sabe que cualquier charla con sus jugadores será puntualmente difundida por el programa de radio, partidario o neutral. Hasta el propio DT puede pasarle información clasificada a la prensa con la intención de blindarse y evitar que lo critiquen. El jugador escucha radio, lee diarios y mira la tele. Puede ver a su entrenador en una revista del corazón o en un programa de humor contando chistes. O, directamente, adelantándole al periodista que lo va a sacar al partido siguiente. Los viejos códigos del fútbol tienden a desaparecer. No es casualidad que hombres como Bianchi o Basile mencionen palabras como conventillo o puterío para retratar esta realidad de un fútbol más hablado que jugado.
Hoy Independiente es uno de los líderes del campeonato. Por momentos, juega muy bien y tiene todos los recursos para pelear arriba. Gran mérito tiene su entrenador. Américo Gallego, acaso el más intuitivo de los técnicos, ha sido campeón con River, Newell’s, Independiente y Toluca. Y tiene la vocación de enseñar. Pero sus mensajes a través de los micrófonos son bastante particulares. En las derrotas, les carga la responsabilidad a los jugadores. En las victorias, él se adjudica el trofeo por algún cambio acertado.
En su libro "Jugar al fútbol", Roberto Perfumo les da un irónico consejo a los DT: "Cuando su equipo gana, diga que salió todo como lo había planeado; cuando pierde, diga que hubo distracciones". Son muy pocos los entrenadores que rechazan subirse a la ola. Alejandro Sabella es un ejemplo. Nunca le sobra una palabra a sus declaraciones. Adaptarse al plantel, dejarle enseñanzas al jugador, mandarle mensajes claros y sin intermediarios, ganarse su respeto por capacidad y por honestidad, no convertirse en un personaje y, sobre todo, no traicionarse. Más allá de que gane o que pierda, y aunque no se valoren por circunstanciales malos resultados, hay muchas cosas que sí dependen de un entrenador.
jpvarsky@lanacion.com.ar
Hasta la década del sesenta, el entrenamiento consistía en unas vueltas a la cancha, un partido, algunos centros y un poco de gimnasia colegial. No había concentraciones y se practicaba tres veces por semana. ¿Qué hacían los técnicos? Elegían a los titulares, tiraban algún que otro concepto y daban ánimo. El fútbol les pertenecía a los jugadores, cuyo conocimiento del juego era tan amplio que hasta el propio DT sentía como una afrenta darles una indicación.
La catástrofe del Mundial de Suecia 58, aquel 1-6 con Checoslovaquia, provocó un drástico vuelco. La preparación física y la preocupación por el rival se tornaron importantes. El entrenador se convirtió en el general que planifica la batalla hasta el último detalle. Aparecieron las jugadas de pelota parada. Osvaldo Zubeldía en Estudiantes de La Plata y Juan Carlos Lorenzo en Boca Juniors fueron los representantes más exitosos de este nuevo paradigma. Por otro lado, César Luis Menotti en Huracán propuso devolverle el protagonismo al jugador, comprometerlo desde el conocimiento del juego, estimularlo a pensar. El éxito en el Mundial de Argentina ’78 consolidó este estilo de conducción que se propagó en Roberto Saporiti, Alfio Basile y José Omar Pastoriza. El fracaso en España ’82 coincidió con la irrupción de Carlos Bilardo, campeón en Estudiantes de La Plata y orgulloso alumno de Zubeldía. La pelea personal entre Menotti y Bilardo, permanentemente alimentada por el periodismo, llevó a una negativa reducción de ambos personajes.
Fuera de la polémica, el estudioso Carlos Timoteo Griguol y el intuitivo Bambino Veira recorrieron otros caminos para llegar a tierra prometida. Hasta la década del noventa, los planteles tenían jugadores con mucha experiencia, no había éxodo masivo y, sobre todo, la televisión aún no había aparecido como factor influyente. No se transmitían todos los partidos y el pasaporte comunitario aún no le había cambiado la vida al jugador. La oferta periodística consistía en pocas páginas en los diarios, la inolvidable revista El Gráfico y un par de audiciones radiales (Sport 80 y Equipo Diez nos inspiraron a todos los periodistas menores de 40 años).
Daniel Passarella emergió como una referencia con sus rápidos títulos en el River 90-93. Influido por el calcio italiano, impuso la idea del pressing para recuperar la pelota. En Rosario, un joven que había leído todos los reportajes a Menotti y a Bilardo para sacar lo mejor de los dos, sorprendió con un equipo de Newell’s tan ofensivo como mecanizado. Se llamaba Marcelo Bielsa. En 1993, regresó de Francia un goleador que, ya desde el banco, propuso la revolución del sentido común. Sin prácticas a puertas cerradas, su secreto estuvo en el manejo grupal. Su Vélez conquistó la Argentina, América y el mundo. Se llamaba Carlos Bianchi.
Es fundamental recordar qué ha pasado en el fútbol durante la segunda mitad de la década del noventa para entender por qué el rol del entrenador ha sido drásticamente redefinido. Entre 1994 y 1998, la oferta mediática creció de manera exponencial: diarios deportivos, suplementos cada vez más voluminosos, canales de noticias, canales deportivos, programas de radio y la transmisión en vivo de casi toda la fecha. El fútbol se convirtió en un espectáculo televisado y hablado en el que el juego dejó de ser lo más importante. Las declaraciones de los protagonistas, la opinión de los hinchas y los "debates" periodísticos ocuparon un lugar cada vez mayor. Y el principal afectado por este cambio ha sido el entrenador. Todos opinan sobre lo que él hizo o dejó de hacer.
La permanente exposición en los medios de comunicación y el rápido acceso a la fama y al dinero le han comido al futbolista una buena porción de su interés por el juego. El entrenamiento invisible (Perfumo dixit) ya no existe más. Muchos chicos han admitido que no miran partidos por TV. La mayoría llega a Primera sin la formación técnica adecuada, con visibles carencias en fundamentos básicos. Con indicadores socioeconómicos y educativos inferiores a los que tuvieron sus actuales entrenadores en su juventud, los pibes modelo 2010 necesitan un técnico todo terreno. Además de saber elegir los jugadores, de explotar al máximo sus condiciones, de convencerlos de su idea, de darle al equipo un funcionamiento y un sistema reconocibles, de estudiar fortalezas y debilidades del rival, de tener intuición para hacer los cambios en el momento justo, hoy el DT se topa con otro desafío, que nada tiene que ver con su función original. Está vinculado con su relación con sus futbolistas, documentada y magnificada por los medios. El entrenador sabe que cualquier charla con sus jugadores será puntualmente difundida por el programa de radio, partidario o neutral. Hasta el propio DT puede pasarle información clasificada a la prensa con la intención de blindarse y evitar que lo critiquen. El jugador escucha radio, lee diarios y mira la tele. Puede ver a su entrenador en una revista del corazón o en un programa de humor contando chistes. O, directamente, adelantándole al periodista que lo va a sacar al partido siguiente. Los viejos códigos del fútbol tienden a desaparecer. No es casualidad que hombres como Bianchi o Basile mencionen palabras como conventillo o puterío para retratar esta realidad de un fútbol más hablado que jugado.
Hoy Independiente es uno de los líderes del campeonato. Por momentos, juega muy bien y tiene todos los recursos para pelear arriba. Gran mérito tiene su entrenador. Américo Gallego, acaso el más intuitivo de los técnicos, ha sido campeón con River, Newell’s, Independiente y Toluca. Y tiene la vocación de enseñar. Pero sus mensajes a través de los micrófonos son bastante particulares. En las derrotas, les carga la responsabilidad a los jugadores. En las victorias, él se adjudica el trofeo por algún cambio acertado.
En su libro "Jugar al fútbol", Roberto Perfumo les da un irónico consejo a los DT: "Cuando su equipo gana, diga que salió todo como lo había planeado; cuando pierde, diga que hubo distracciones". Son muy pocos los entrenadores que rechazan subirse a la ola. Alejandro Sabella es un ejemplo. Nunca le sobra una palabra a sus declaraciones. Adaptarse al plantel, dejarle enseñanzas al jugador, mandarle mensajes claros y sin intermediarios, ganarse su respeto por capacidad y por honestidad, no convertirse en un personaje y, sobre todo, no traicionarse. Más allá de que gane o que pierda, y aunque no se valoren por circunstanciales malos resultados, hay muchas cosas que sí dependen de un entrenador.
jpvarsky@lanacion.com.ar
Quizás hay un olvidado, un técnico de muy bajo perfil: Ricardo Gareca. Son puntos de vista.
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